¿Alguna vez te descubriste abriendo la heladera sin motivo, solo para picar “un pedacito” de queso? Puede parecer un gesto inocente, casi automático, pero detrás de ese impulso hay mucho más que un simple gusto culinario. De hecho, la ciencia lleva años intentando entender por qué ciertos alimentos —y el queso en particular— provocan antojos tan intensos. Y aquí viene la parte intrigante: un estudio de la Universidad de Michigan encontró que algunos alimentos procesados pueden despertar comportamientos similares a los de una adicción. No es que estemos ante una droga disfrazada de alimento, pero según la psicología, sí estamos sí frente a un producto capaz de activar zonas del cerebro relacionadas con el placer, la recompensa y el deseo.
(En este punto, seguro que te estás preguntando si deberías preocuparte… ya llegaremos a eso.)
El estudio que encendió el debate
El trabajo de la Universidad de Michigan analizó cómo respondemos emocional y conductualmente a alimentos altos en grasas y carbohidratos refinados. Descubrieron que productos como las pizzas, patatas fritas o chocolates generan patrones de consumo difíciles de controlar. ¿La gran protagonista? La pizza. Y si la pizza encabeza la lista de los alimentos más “adictivos”, el queso tiene mucho que ver.
El queso contiene caseína, una proteína láctea que, durante la digestión, se descompone en casomorfinas. Estas sustancias interactúan con los receptores opioides del cerebro, los mismos implicados en la sensación de alivio y bienestar. No es casualidad que después de un día complicado muchos sientan un impulso casi automático de derretir queso sobre lo que sea. La cocina se vuelve refugio y el queso, una especie de abrazo cálido que funciona en segundos.
¿Entonces el queso es adictivo como la cocaína?
Aquí es donde conviene frenar y aclarar. La comparación, muy popular en redes sociales, suele exagerarse. El estudio no afirma que el queso provoque adicción en el sentido clínico del término. No causa dependencia física ni síndrome de abstinencia como una droga. Lo que sí señala es algo más sutil y mucho más común: ciertos alimentos hiperpalatables —ricos en grasa, sal y carbohidratos— pueden desencadenar un comportamiento compulsivo. Es decir, comer incluso cuando no se tiene hambre, sentir culpa después o perder la sensación de control por momentos.
En psicología, esto se relaciona con el sistema de recompensa del cerebro, que está diseñado para reforzar conductas agradables y motivarnos a repetirlas. Cuando un alimento activa este circuito con mucha intensidad, la mente aprende que vale la pena buscarlo de nuevo. Y el queso, con su combinación única de grasa, sabor y efecto calmante, se vuelve un candidato ideal para “conquistar” ese sistema.
La conexión emocional que tenemos con el queso
Más allá de la bioquímica, hay algo profundamente humano en nuestra relación con el queso. Por siglos ha estado ligado al hogar, la tradición, la familia y los rituales de comida. El queso derretido en una pizza compartida, una tabla para celebrar, un sándwich caliente en una tarde fría: son momentos que la memoria emocional guarda con cariño. Cada vez que probamos queso, una parte de nosotros revive esas sensaciones familiares de seguridad y placer. Es un reenlace emocional tanto como gastronómico.
Esto explica por qué algunos alimentos no solo se comen: se buscan. Y cuando la comida se vuelve un puente hacia la estabilidad emocional, es normal que el impulso por repetir la experiencia se intensifique.
Psicología de un antojo: qué ocurre realmente en tu cabeza
Cuando el cerebro detecta algo que ha sido placentero en el pasado —en este caso, el queso— activa una red neuronal que anticipa el disfrute antes de que lo pruebes. Esa anticipación genera dopamina, el neurotransmisor del deseo. Por eso, a veces la expectativa de comer queso produce tanto placer como el acto de comerlo. Es un mecanismo evolutivo diseñado para asegurar la supervivencia: lo que te nutre y te calma, lo buscas.
El problema surge cuando este sistema se encuentra con alimentos modernos, creados para ser irresistibles. El queso por sí solo ya es tentador, pero combinado con pan, grasa, sal y calor (como en las pizzas), se convierte en un estímulo perfecto para disparar una oleada de dopamina que difícilmente se ignore.
Entonces… ¿debo dejar de comer queso?
No. Disfrutar del queso no es un signo de adicción ni un problema en sí mismo. La clave, como siempre en nutrición y psicología, está en la relación que mantenemos con lo que comemos. Si el queso forma parte de una alimentación equilibrada, no hay motivos para alarmarse. Solo conviene prestar atención si aparece el patrón de “no puedo parar”, la culpa después de comer o la necesidad emocional de recurrir al alimento para calmar momentos difíciles.
La buena noticia es que, a diferencia de las drogas, los alimentos permiten un manejo flexible y consciente. Saber cómo funcionan nuestros deseos nos da poder para regularlos sin necesidad de prohibiciones extremas. Y si el queso te hace feliz, no hay razón para desterrarlo; solo para comprenderlo mejor.
El queso como parte de la experiencia humana
Quizás el verdadero motivo por el que el queso nos resulta tan irresistible es que combina lo mejor de dos mundos: el placer físico y el emocional. Es un alimento lleno de historia, cultura y textura, pero también de sensaciones que resuenan en lo más profundo de nuestra psicología. En tiempos de estrés, incertidumbre o simple cansancio, buscar ese sabor familiar no es un error: es una manera de reconectar con lo que nos calma.
Así que la próxima vez que alguien bromeé diciendo que el queso “engancha”, podrás responder que no es una adicción… es neurociencia, biología y un toque de emoción humana.






